En un poemario publicado en 1981, el autor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), cerraba uno de sus más celebres poemas, Los Justos, escribiendo “[…] esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Si uno se instala en la distopía latente o adopta una mirada apocalíptica sobre la realidad, posiblemente no entienda nada. Si, por el contrario, se acomoda en un pesimismo bien informado, quizás su mirada sea ilusoria, levemente complaciente. Por emplear los términos de Umberto Eco, entre apocalípticos e integrados no siempre resulta sencillo comprender la dimensión de nuestros desafíos.
En enero de 2021, el Foro Económico Mundial, como parte de la llamada Agenda de Davos, publicó un artículo titulado Why Sustainability is the New Digital. Señalaba, por un lado, que la pandemia de la COVID-19 no solo acelera la digitalización de la economía sino que genera cierto sentido de urgencia para que las empresas adopten modelos de negocio más sostenibles. Por otro lado, alertaba sobre cómo muchas empresas, sin embargo, parecen no haber entendido que o se está del lado de quienes desarrollan innovaciones disruptivas o del de quienes padecen disrupciones. Quizás sea una visión algo maniquea de la realidad, pero contiene alguna idea válida en lo que se refiere a la sostenibilidad.
Cualquier persona interesada en la gestión empresarial se habrá cruzado en algún momento con dos términos en japonés: Kaizen y Monozukuri. Kaizen se refiere a la cultura de mejora continua; Monozukuri a optimizar todos los procesos en la cadena de valor de un producto. En algún sentido, el segundo contiene al primero. La lectura occidental de ambos, en ocasiones, ha llevado la discusión al terreno de la eficiencia, de la búsqueda de un óptimo. Todo ello en un contexto en el que un propósito central es mitigar la incertidumbre hasta donde sea posible. Sin embargo, la realidad es tozuda y nos muestra que la incertidumbre llegó para quedarse y que abrazar esa incertidumbre, aceptar la complejidad, puede ser la llave para avanzar de modo sostenible. La sostenibilidad no tiene que ver solo con optimizar hoy sino con garantizar eficiencia dinámica (es decir, procesos de optimización a lo largo del tiempo), y un compromiso ético no sólo con los ciudadanos contemporáneos sino con las generaciones futuras.
La primera e indispensable condición ética de cualquier individuo y, por extensión, de cualquier empresa, es estar decidido a no vivir de cualquier modo; estar convencido de que no todo da igual. Así, una cualidad imprescindible para la gestión empresarial es entender que, como sociedad, ciertas cosas nos convienen (lo que podríamos denominar bienes) y otras no (males). El imperativo ético inherente a la idea de sostenibilidad implica, entre otras cosas, saber distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo que nos conviene y lo que no. Eso no siempre es sencillo y no solo porque lo malo a veces parece resultar más o menos bueno y lo bueno a veces tiene apariencia de malo, sino porque unos y otros (bienes y males), tienden a combinarse. Con frecuencia nos vemos enfrentados a situaciones en las que la actividad que necesitamos es contaminante o las mejoras en eficiencia llevan un coste asociado en términos de equidad o una transformación productiva esencial destruye empleo a corto plazo.
Piensen en la digitalización; durante años se creyó que destruiría empleos netos. Sabemos hoy, sin embargo, que quizás eso no ocurra (sí en sectores concretos, no en la economía en su conjunto), también que aumentarán las desigualdades. Destruye más empleo el miedo a la digitalización, de hecho, su gestión inadecuada. Sea como sea, lo que parece fuera de toda duda es que estamos ante un proceso irreversible. Sabemos hoy que la recuperación de la pandemia de la COVID-19 y de la crisis económica asociada será, entre otras cosas, digital. Bien, pues necesariamente también tendrá que ser sostenible.
A finales del siglo XIX se creó en Rusia, con inspiración japonesa, una serie de muñecas multicolores huecas, normalmente hechas de madera, que contienen otras muñecas. Las matrioshkas son así muñecas anidadas. Cada una contiene otra hasta la última, normalmente maciza.
Hasta muy recientemente, la sostenibilidad, la digitalización, el proceso de construcción europea, el federalismo… avanzaban como relatos independientes e inconexos, como ‘matrioshkas’ completamente vacías. Uno era capaz de entender las ventajas de cada una de las tecnologías de la llamada revolución industrial 4.0, pero de fondo persistía una duda casi ontológica: digitalización sí, pero ¿para qué? No hay que olvidar que la tecnología, crucial, es en realidad un medio para un fin. Su carácter instrumental no le resta valor en absoluto, pero demanda un propósito. La sostenibilidad proporciona a la digitalización precisamente algo así. Es fácil entonces entender que las mejoras de eficiencia prometidas por tecnologías como Internet de las cosas (IoT), la computación en la nube, la realidad aumentada, el diseño y la impresión digital, la gestión de big data, e incluso, más allá, los espacios inteligentes basados no sólo en IoT sino en computación cognitiva (inteligencia artificial), deben vincularse a un uso más eficiente de los recursos naturales, al desarrollo de modelos sociales inclusivos, a la gestión de riesgos y oportunidades asociadas a la crisis climática, etc.
Esas “matrioshkas” están sin duda relacionadas, pero a ello ha contribuido de modo determinante el esfuerzo fiscal sin precedentes para la recuperación de la pandemia que representa Next Generation EU (o el Plan Biden para una Revolución Energética Verde y la Justicia Ambiental, en Estados Unidos) y, específicamente, su Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. En el corazón de ambos esfuerzos está el llamado Green Deal, es decir la necesidad de poner la sostenibilidad en el centro de nuestra acción: un esfuerzo justo de transición ecológica que implica la descarbonización de la economía (y para ella cambios en los modelos energéticos y de movilidad sin precedentes), una transición en la gestión de los recursos hídricos para la adaptación al cambio climático, la coordinación de políticas sectoriales… De modo análogo a como se puede argumentar que la sostenibilidad proporciona un relato a la digitalización, el Green Deal y Next Generation EU proporcionan un relato al proceso de construcción europea, tan necesitado de ello desde hace décadas.
Y como envolvente está la necesidad de apostar por medidas supranacionales, por entender el carácter global de buena parte de nuestros desafíos (la COVID-19 ha sido una lección demasiado dura en este sentido). Next Generation EU no es solo un estímulo sin precedentes sino el embrión de un primer presupuesto federal europeo. Todas estas matrioshkas nos proporcionan una idea precisa de algunos espacios compartidos, de territorios comunes.
Habrá quien al leer esto piense que contiene una opinión y discrepe legítimamente de ella. Sin embargo, no olvidemos aquello de lo que nos alertaba Jean Tirole, Premio Nobel de Economía (2014), en su La economía del Bien Común: “No solo estamos sujetos a sesgos cognitivos, también buscamos con frecuencia cosas que los refuercen. Interpretamos los hechos a través del prisma de nuestras creencias; leemos los periódicos y buscamos la compañía de personas que nos confirmen en esas creencias; y así nos ceñimos obstinadamente a estas creencias, sean o no correctas”.