Pagar por algo que puedes tener gratis; eso es un NFT (Non Fungible Token), representación simbólica de algo insustituible. Para entenderlo debemos introducirnos en el metaverso, metáfora virtual del mundo, al que la pandemia nos ha acercado más que nunca. Muchos han descubierto Blockchain (base de datos descentralizada, transparente y segura que se puede aplicar a todo tipo de transacciones) y los NFTs, hastiados en su encierro, descubriendo nuevos juegos y relaciones sociales, comerciando con “Cryptokitties” (gatitos virtuales), o cualquier banalidad en las redes, vendida como exclusiva: la razón de ser de todo coleccionista. Es difícil analizar esta explosión inesperada sin perspectiva. Lo que se deriva fácilmente de esta nueva tendencia es que los seres humanos deseamos poseer; idealmente algo exclusivo.
La Segunda Revolución Industrial (segunda mitad del siglo XIX) fue un punto de inflexión en la Historia del Arte. Cambió la forma de hacer, representar, pensar y el objeto de la creación artística. Este progreso aceleró el mundo y transformó la forma en que vemos, nos relacionamos, trabajamos y, sobre todo, intercambiamos.
En el arte, además de otras innovaciones, se produjo un cambio trascendente a raíz de la invención de la fotografía y el cine, y del avance en las técnicas de reproducción gráfica. Los artistas dejaron a un lado la representación de la realidad, perfectamente captada por una cámara, y las obras podían reproducirse de forma masiva: el fin del concepto de obra única. El filósofo alemán Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, analiza la pérdida del aura de las obras de arte al ser reproducidas, al eliminarse su carácter único, el momento mágico de la creación. Esto llevó a los marchantes a intentar resolver el problema de cómo darle valor a obras reproducibles, con series limitadas validadas por la galería. Es equivalente al número cifrado de los NFTs que avala su unicidad, aunque la obra circule libremente por internet y uno, a través de una transacción inteligente vía Blockchain, sea propietario exclusivo de ese código (símbolo de la obra).
El desarrollo tecnológico ha generado un mundo virtual expansivo. Los metaversos son entornos donde los humanos interactuamos como iconos a través de un soporte lógico en el ciberespacio. Una metáfora del mundo real, pero sin limitaciones físicas o financieras. Un mundo evocado en cómics, ciencia ficción, videojuegos… y del que ahora parece apropiarse la élite financiera, sobre todo desde la aparición en 2009 de la tecnología basada en cadenas de bloques de datos (Blockchain), y, con ella, de una nueva moneda virtual: Bitcoin. El arte y la cultura, sobre todo digitales, no se mantuvieron ajenas. Está por ver si los NFT son una oportunidad trascendente para la forma en que se crea y se comercializa el arte, o un campo más de especulación financiera.
Desde las vanguardias el arte moderno ha necesitado explicarse. Nunca antes los artistas habían tenido que detallar por qué creaban de una manera concreta, de ahí el arte conceptual (1960s), donde la importancia de la obra no radica en el objeto en sí, sino en la mente de artistas y espectadores que completan su significado. Esa idea enlaza perfectamente con el metaverso, y con la creencia de que poseer una identificación o un código de barras que representa una obra, es como poseer algo virtual que tiene valor y es único, pese a ser números cifrados. Es irónico que el artista francés Marcel Duchamp iniciase esta transgresión al presentar, en 1917, un urinario (La Fuente) firmado por una amiga con el seudónimo Richard Mutt, en una exposición de arte. Una provocación dadaísta, que, formalizada por críticos e historiadores, abrió las puertas a considerar que cualquier cosa en un museo podía ser arte y convertirse en algo único: lo importante era la idea del artista.
Que el artista Beeple (muy bien relacionado) venda un NFT por USD$ 69 millones, es un indicio de una anomalía pero también una invitación a pensar en casos similares como Hirst y su Becerro de Oro, Yves Kleyn vendiendo espacios de sensibilidad pictórica inmaterial, Manzoni y su Mierda de Artista y, por supuesto, Warhol y su capacidad para encumbrar a obra de arte una estrategia de marketing. Es decir, en la historia todo se repite; el arte no es excepción. Es el mundo de Oz, un universo mágico e inabarcable, poderoso y lleno de secretos. Sin embargo, se abre el telón y solo hay un individuo minúsculo orquestando fuegos artificiales.
Dejando la pirotecnia a un lado, los NFT y Blockchain, a pesar del peligro de la especulación, merecen una segunda mirada. ¿Qué hay en ese mundo críptico y colosal?
¿Quiénes crearon esa virtualidad? Esos nerds, freaks, techies… no son los millonarios esnobs de una élite que se ha apropiado del mercado del arte tradicional. El metaverso está poblado por aquellos que normalmente no tienen acceso a los circuitos del arte o económicos, “Robin Hoods” que comparten un ideal más democrático e igualitario, en el que la raza, la extracción social o los contactos resulten irrelevantes. Son artistas frecuentemente llegados de zonas desfavorecidas a quienes el acceso a internet convierte en marchantes; controlan su trabajo, sus derechos de autor, una quimera entre artistas digitales. Muchos, de hecho, indignados, ven su obra convertida en NFTs para su venta virtual no consentida, al estilo de las “malas artes” del artista estadounidense Richard Prince.
Esa ilegalidad, las componendas de un mercado mal regulado, sumadas al impacto ambiental de esta tecnología, son quizás los desafíos percibidos por aquellos que recelan de esta moda. ¿Hay margen para mejorar? Quienes dirigen este metaverso del arte desde diferentes plataformas como OpenSea no dudan de que se avanzará en eficiencia energética. De hecho, Polkadot, Cosmos o Avalanche, plataformas basadas en Blockchain, son ya más eficientes que Bitcoin o Ethereum, pero ¿qué ocurrirá si las transacciones aumentan por encima de la eficiencia?
Muchos artistas quieren ver en nuevas plataformas como Niftygateaway, Foundation o Superare, una nueva revolución donde artistas sin intermediarios controlan su obra. Sin embargo, cuando Christie’s o Sotheby’s se unen subastando NFTs, cuando sabemos que sólo algunos pioneros controlan las plataformas y las criptomonedas, que los millonarios del mundo virtual gastan sumas extravagantes para hacer dinámico el mercado, entonces el sueño democrático se agota, la burbuja se hincha, cuando podía conseguirse una mejora de los derechos de los artistas digitales. Una revolución genuina y sencilla: proteger al creador.
Benjamin, lúcido, vio el abismo que se abría al perder las obras su aura ancestral con la copia. Desde el marxismo, pensó que el arte reproducible se podía acercar más a los nuevos ciudadanos, libres del culto al arte anterior, para disfrutar del arte per se. Fueron más tarde Adorno y Horkheimer quienes en Dialéctica de la Ilustración refutaron esas ideas y anunciaron que la revolución del pueblo nunca llegó, que lo que quedó fue una masa embrutecida, bajo un sistema autoritario, manipulada en el sistema de la reproducción, dominada por el capital y destinada a la sumisión.
¿Cabe pensar en encontrar un equilibrio donde unos ganen tanto que les compense proteger a los artistas, generando incentivos para seguir cifrando sus obras en NFTs? Un quid pro quo como en toda relación mercantil. El metaverso es nuestra versión digital, libre y democrática en apariencia, pero controlada por una minoría que se apropia de lo nuevo para elevarlo hacia una élite que convierte cualquier cosa exitosa en objeto de deseo, consolidando el status quo: el “gran arte” pertenece todavía hoy a un segmento social menor.