¿Te acuerdas de Second Life? En 2006, si no estabas en ese mundo virtual, no existías. Una decena de países abrieron “embajadas” en SL. Hasta Reuters tenía un corresponsal allí. BusinessWeek le dio su portada a Anshe Chung, el avatar de una usuaria que se había hecho rica comprando terrenos virtuales. ABN AMRO, Adidas, American Apparel, Mazda, IBM dijeron “presente”… Parecía que la vida física tenía fecha de caducidad.
Quince años más tarde, un viento helado corre por las calles vacías de Second Life.
Bueno, tampoco es para tanto. Second Life, a su manera, goza de buena salud. Ha mantenido una base de medio millón de usuarios mensuales, que subió a casi un millón durante la pandemia. Pero creo que el punto se entiende. SL es una razonable historia de éxito si se la mide con la vara adecuada, que es la de los MMORPG, los juegos de rol masivos en línea, como World of Warcraft o Final Fantasy, de los cuales es un pariente cercano. Pero no fue el punto de inflexión en la historia de la economía digital que se nos había vendido.
Hoy quiero llamar la atención sobre los riesgos de innovar por innovar, y compartir algunos criterios para confirmar que cuando evolucionamos un producto realmente lo estamos haciendo de una manera sostenible, y no corriendo detrás del último grito de la moda.
El fantasma del hype
Second Life no fue un caso aislado. Cada año llega un producto o servicio “disruptivo”: MySpace, Google Wave, Foursquare, Snapchat, Pokémon Go, Vero, Clubhouse. Lo mismo pasa con las tecnologías disruptivas: thin clients, Wimax, WAP, MMS, 3G, 5G, realidad virtual, realidad aumentada, QR marketing, Big Data, blockchain, redes neuronales, smart speakers, podcasts, IoT, wearables, NFTs…
¿Oportunidades de crecer o distracciones estratégicas? ¿Nos apuntamos a todas, algunas o ninguna? Estamos acostumbrados a hablar de los éxitos, pero el camino de la innovación está pavimentado de fracasos. Funcionalidades que se quedaron sin usar porque nadie las necesitaba o apps que se abrieron solo una vez y luego fueron olvidadas para siempre.
El miedo como motor de la innovación
¿Cómo llegamos a esto? La fiebre de la innovación inútil tiene causas muy comprensibles. Miedos y prejuicios lógicos:
- Miedo a no ser el primero. PERO no olvidemos que ni Google fue el primer buscador, ni Apple hizo el primer smartphone, ni Facebook fue la primera red social. La disrupción no pasa tanto por hacer las cosas antes como por hacerlas bien.
- Miedo a no estar donde están nuestros usuarios. PERO no tiene sentido perseguir a nuestros usuarios si no sabemos en qué podemos serles útiles.
- Miedo a ser aburridos. PERO no olvidemos que lo último que quieren los usuarios es que sus productos les sorprendan. Lo dice el título del mejor libro sobre usabilidad y, con mucho humor, este reciente artículo del Nielsen Norman Group para el April Fools Day.
Es verdad que para acertar, hay que probar. Pero para probar y, además, saber si uno ha acertado, hay que tener un propósito. El riesgo de las tecnologías disruptivas es que nos hagan olvidar de que estamos en el negocio de resolver problemas. No porque algo sea técnicamente posible es necesariamente útil. Lo sabe Sony, que lleva casi un cuarto de siglo intentando encontrar posibles aplicaciones para su proyecto AIBO de mascotas robóticas, mientras el producto universalmente conocido como “perro” sigue siendo la mejor solución al problema de proveer a los humanos de compañía.
Innovar es resolver un problema de manera novedosa, siempre que esa novedad merezca la pena y asegurándonos de que la primera parte de la premisa (resolver el problema, el famoso product-market fit) nunca se pierda de vista.
El precio de probar
Probar nunca sale gratis. Lo es todo para una startup, que existe para demostrar que su idea innovadora tiene sentido, y dedicará toda su inversión a ello. En el otro extremo están empresas como Amazon, Apple, Google o Facebook, con recursos casi inagotables y la innovación en su ADN, porque nacieron como startups. En el medio está el resto de las empresas, principales destinatarias de los conceptos compartidos aquí; como los medios de comunicación, en los que he desarrollado mi carrera. Negocios que aceptan el desafío de transformarse pero que, a diferencia de una startup, ya tienen un producto o servicio probado y, a diferencia de los gigantes digitales, no cuentan con recursos virtualmente infinitos.
Vaya por delante: no hay problema en fracasar. Fracasar con frecuencia está en la esencia de innovar. El problema es que si se innova solo para llamar la atención o porque otros lo están haciendo, el fracaso pasa de ser una elevada probabilidad estadística a una certeza absoluta. El ecosistema digital de nuestro negocio se va llenando de “chatarra espacial”, orbitando alrededor de nuestros productos centrales, atascando su evolución, causando “accidentes infelices”, generando deuda técnica y decepcionando a nuestros usuarios.
Preguntas para no perder el rumbo
En cualquier proceso innovador hay tres actores principales: el usuario, el negocio y la tecnología. Alrededor de cada uno de ellos hay preguntas honestas que debemos hacernos para confirmar que estamos en la senda de la innovación y no en un camino a ninguna parte.
El usuario:
- ¿La innovación que estamos buscando es realmente útil? ¿Resuelve una necesidad concreta del usuario (sea el usuario actual de nuestro negocio o un nuevo usuario objetivo al que queremos atraer)? ¿Surge esa convicción de un proceso estructurado de investigación del mercado y observación del usuario?
- ¿La solución que estamos ofreciendo es usable? En procesos de innovación es frecuente sentirse tentado a utilizar tecnologías inmaduras, cuya aplicación práctica en la vida cotidiana puede terminar siendo un problema mayor que el que se intenta resolver.
El negocio:
- ¿Es viable? ¿Es un paso lógico en la evolución del negocio actual? ¿Está dentro del perímetro de autoridad con que el usuario asocia a nuestra marca? ¿Está alineado con nuestra estrategia?
- ¿Es sostenible? ¿Están organizados nuestros recursos para dar soporte al nuevo concepto más allá del día de lanzamiento? ¿Tenemos definido un umbral de éxito y un plazo para alcanzarlo? ¿Qué haremos si no lo logramos? ¿Y qué si tenemos mucho más éxito del esperado?
La tecnología:
- ¿Es realmente posible construir la innovación deseada con la tecnología actual? ¿Estamos inspirándonos en los avances tecnológicos para dar respuesta a las necesidades de los usuarios? ¿O estamos forzando el uso de una tecnología simplemente porque está de moda? ¿Hay alguna solución más sencilla, aunque sea menos vistosa? En plena era de las notificaciones push y la generación automatizada de contenidos, resulta que la vieja y buena newsletter, curada manualmente por su autor, está viviendo una segunda edad de oro. Netflix, tras años de probar algoritmos para recomendar títulos a sus usuarios, está llegando a la conclusión de que, a veces, es mejor no usar algoritmos.
- ¿Estamos haciendo pasar nuestra innovación por todos los controles de calidad de nuestros servicios habituales? ¿Estamos diseñando e implementando profesionalmente la arquitectura de la solución? ¿O le estamos dando un pase libre en nombre de la revolución tecnológica, prometiendo en teoría un gran servicio pero convirtiendo en la práctica a nuestros usuarios en “beta” testers, a veces con terribles consecuencias?
La innovación disruptiva es imprescindible para sobrevivir y brillar. Pero no está exceptuada de la obligación de brindar utilidad y usabilidad a los usuarios, y viabilidad y sostenibilidad al negocio. Es crítico innovar siempre con el usuario en el centro, reconociendo nuestras limitaciones y midiendo lo que logramos, para que nuestro esfuerzo nos permita realmente ser mejores.