Periodismo y democracia son dos palabras que no pueden entenderse la una sin la otra. No es imaginable una sociedad democrática sin unos medios de comunicación que no sólo sean libres e independientes de cualquier poder, sino que tengan también la misión de poner a disposición de los ciudadanos información que refleje verazmente el complejo mundo en el que vivimos y puedan tomar así decisiones con mayor fundamento.
Pero para que esa misión prospere, es necesario que los medios de comunicación representen fielmente a la sociedad a la que se dirigen, que sean reflejo de su composición social.
Si no hay democracia sin periodismo, tampoco hay democracia sin diversidad. Periodistas diversos conducen a perspectivas diversas. Y las perspectivas diversas promueven el entendimiento.
No es suficiente con abrir el abanico de voces a las que se pregunta habitualmente para dar ahora cabida a quienes, como mujeres, jóvenes o inmigrantes, quedaban orillados pese a ser excelentes especialistas en un tema, sino que también es necesario que las propias redacciones sean en su composición un reflejo de esa sociedad a la que quieren dirigirse.
Los periodistas, como cualquier ser humano, poseemos también sesgos endogrupales: no influyen necesariamente en las coberturas, pero forman parte de nuestras vivencias e historias y guían nuestro día a día. Tendemos a ver lo que sabemos.
Se conoce mucho más aquello que se ha vivido. Y, a la hora de decidir qué temas son de interés o cuál será el encuadre (ese framing que selecciona algunos aspectos de la realidad y les otorga mayor importancia), los sesgos cognitivos afloran y en ocasiones se amplifican los prejuicios y estereotipos comunes.
Hace unos diez años, en torno a 2011, Tabea Grzeszyk era una periodista novata que acababa de comenzar su carrera en la Radio Nacional Alemana. Cuando Grzeszyk peleaba aún por entender cómo era el oficio y pensaba en cómo podía contribuir a mejorarlo, un hecho sacudió la conciencia de muchos alemanes. Y también hizo reflexionar a la joven periodista.
Desde el año 2000, los periódicos venían informando de unos brutales asesinatos de inmigrantes en Alemania. La matanza comenzó en la ciudad sureña de Nuremberg en septiembre de 2000 cuando un inmigrante turco de 38 años fue abatido a tiros en su camioneta de reparto de flores con ocho disparos a quemarropa.
Desde entonces, en un incesante goteo, iban sucediéndose en distintas regiones de Alemania otros asesinatos con el mismo modus operandi: disparos en la cabeza, al estilo de una ejecución, a plena luz del día, y siempre de pequeños empresarios turcos o de origen turco.
Los medios de comunicación atribuían las muertes a lo que habían llamado “el asesino del Döner Kebab”, porque algunas de las víctimas eran propietarias de este tipo de establecimientos. Relacionaban los asesinatos con el crimen organizado cometido por migrantes y apuntaban a que probablemente era obra de un sicario.
La policía, seis años después del primer asesinato, aún hablaba de un camionero o vendedor ambulante que odiaba a los turcos, “porque tal vez tuvo una discusión con un turco, o una experiencia negativa durante unas vacaciones en Turquía. O un turco le quitó a su esposa, o su trabajo”.
En total, nueve inmigrantes y una mujer policía de origen griego fueron asesinados. Justo cuando Tabea Grzeszyk empezaba en el oficio y reflexionaba sobre él, estalló la verdad: detrás de los asesinatos no había un loco al que le había “quitado” la mujer un turco, sino una red terrorista neonazi, la National Socialist Underground (NSU), que poseía una lista con 88 nombres que incluían dos miembros prominentes del Bundestag y representantes de grupos turcos e islámicos y había ido acabado con la vida de los inmigrantes, amén de otras acciones terroristas.
Ni un solo medio de comunicación había contado la historia real. Un estudio de la Fundación alemana Otto Sprenger concluiría poco después que los “déficits estructurales en el periodismo”, incluida la “representación insuficiente de las perspectivas de los migrantes en la información”, habían contribuido a este fracaso masivo de los medios.
Todo aquello hizo reflexionar a Tabea Grzeszyk y supo que, si el periodismo quería cumplir su misión, debía cambiar la composición de las redacciones. “La falta de diversidad pudo ser la causa de que las redacciones estuvieran extrayendo conclusiones equivocadas durante 13 años”, sostiene.
Desde entonces, Grzeszyk ha trabajado para concienciar a los medios de comunicación de la necesidad de que las redacciones sean más diversas. La fundación sin ánimo de lucro Hostwriter, desde la que se impulsan iniciativas como Unbias de the news, o el libro Unbias the News: Why diversity matters for journalism, en el que 31 reporteros de todo el mundo hablan sobre las barreras que están encontrando para que los medios apuesten por la diversidad y la inclusión, son producto de esa reflexión y ese convencimiento.
Y lo que hasta hace poco era aún una incipiente corriente más cerca del lado del reconocimiento del problema que de la toma de decisiones reales se ha convertido ya en una gran ola que exige mayor diversidad en las redacciones a raíz de sucesos como la muerte de George Floyd en Mineápolis y el Black Lives Matter, movimiento que revelaba también una notable preocupación sobre la falta de diversidad en las redacciones.
Algunos de los más poderosos medios de comunicación de todo el mundo, también en España y Latinoamérica, están llevando a cabo acciones para rectificar esta anomalía, que van desde contrataciones que ayuden a crear redacciones más diversas en asuntos de género, edad, raza o clase social, hasta la creación de puestos directivos específicos que velen por la diversidad y la inclusión de manera transversal, tales como editores jefes de diversidad e inclusión.
La BBC ha impulsado un plan llamado BBC 50:50 The Equality Project, que se compromete a inspirar y apoyar no sólo a la BBC sino a cualquier medio de comunicación que quiera sumarse “para crear constantemente contenido periodístico que represente de manera justa nuestro mundo”. Medios de comunicación en español como ElDiario.es, RTVE o La Nación, de Argentina, se han adherido ya al proyecto.
Según el director general de la BBC, Tim Davie, “50:50 nos da la oportunidad de generar un cambio real y sostenido. En el último informe de resultados, el 70% de los equipos de trabajo estaban integrados al menos por el 50% de mujeres, un aumento del 34%. Y, por primera vez, ningún equipo contó con menos del 40% de mujeres después de tres años de trabajo”.
Aunque el proyecto BBC 50:50 empezó como una forma de ayudar a que las mujeres estuvieran más representadas tanto en la redacción y los puestos directivos, como en la elección de fuentes informativas, su misión se ha expandido más allá del género, y trabaja también por redacciones más diversas en lo que atañe a discapacitados o minorías étnicas.
Pero pese a que la ola se extiende con fuerza, es necesario que el impulso no se detenga en la orilla de las redacciones más poderosas, sino que alcance también al resto de medios, por el bien del propio periodismo.
Y en un momento en que la confianza en la información vive uno de sus momentos más bajos, apuestas decididas en esta dirección, que acerquen la información a la realidad que vive la gente, sea cual sea su edad, género o entorno, pueden ayudar a reducir esa brecha.
Al final, como indica Grzeszyk, no se trata tanto de una cuestión moral sino de calidad periodística.
Si es así, si realmente las empresas periodísticas empiezan a ser en general un reflejo fiel de todos los colectivos, de las mayorías y de las minorías, de sus necesidades y de sus problemas, ya no será tan necesario levantar la voz, como hizo Malala Yousafzai a los 16 años, apenas unos meses antes de recibir el Premio Nóbel de la Paz, no para gritar sino para que los que no tienen voz puedan ser escuchados, porque los que ahora no son escuchados ya tendrán voz propia en los medios.