¿Y si el mundo fuera en realidad un lugar mejor que el que los medios de comunicación hacemos creer?
El médico y estadístico sueco Hans Rosling mostró cómo nuestra visión del mundo está condicionada por un sesgo cognitivo que nos empuja a pensar lo peor y ajustarnos las gafas del fatalismo. Después de encuestar a 12.000 personas de 14 países desarrollados, entre ellos España, comprobó que no sabemos cómo está el mundo. Y que somos los medios los responsables de ello.
En su Gapminder Ignorance Project, en 2017, Rosling formuló 12 preguntas vinculadas a las grandes tendencias globales en pobreza, igualdad, educación, salud o medio ambiente. Una de ellas decía así: “En los últimos 20 años el porcentaje de la población mundial que vive en la extrema pobreza…”, y ofrecía tres opciones para completar la frase: casi se ha doblado, ha permanecido similar o casi se ha reducido a la mitad. La respuesta correcta era la última, casi se ha reducido a la mitad. El 25% de los suecos acertaron, mientras que sólo lo hicieron un 3% de españoles, un 4% de franceses o un 9% de británicos.
Voces dentro del periodismo han comenzado a pronunciarse sobre este fenómeno. El editor del londinense The Times, John Whiterow, ofrece respuesta a la pregunta que da inicio a este artículo: “Los medios proyectamos una gran negatividad sobre la audiencia y hacemos creer que el mundo está peor de lo que realmente está”. Además de reconocer en público algo que de puertas adentro muchos periodistas aceptan como algo adherido al oficio, Whiterow se ha propuesto contribuir a equilibrar la mirada que sus reporteros y columnistas aplican a la realidad. Ha decidido incorporar en su estrategia editorial un periodismo más constructivo y orientado a las soluciones, “una forma también de restaurar la confianza en la prensa tradicional”.
Además de confianza en los medios, deberíamos aprovechar esta circunstancia para hablar sobre la confianza en nosotros mismos como individuos y también como comunidad. Cómo nos vemos. De qué nos creemos capaces. Cómo nos juzgamos a nosotros y a los demás, cómo aprendemos y cómo nos proyectamos hacia el futuro. Y qué papel juega el periodismo en todo ello.
Precisamente sobre este asunto tuve la oportunidad de charlar en junio en un panel en el Canal 1 de la televisión pública de Colombia, en el que conversamos sobre la negatividad de los medios y de qué forma podemos mostrar una imagen más fiel de la realidad sin caer en el buenismo. Durante la emisión pudimos escuchar testimonios de varias personas que reflejaban el impacto de la información en la población: “Nada está bien en la realidad”. “Las noticias me estresan”. “¿Cómo introducir el optimismo dentro de tanto sufrimiento?”.
De todas ellas, hubo una que me resultó especialmente relevante y sobre la que merecería la pena reflexionar en España: “Las noticias bajan el ánimo y la autoestima como país”.
La cultura periodística de los últimos 50 años aspira a emular el modelo de investigación que destapó el caso Watergate, un ejemplo que se ha convertido durante décadas en aspiracional para estudiantes y profesionales. Asumimos que el principal valor del periodismo, si no el único, está en su capacidad para denunciar. Y la sociedad, en ocasiones, nos hace pensar que estamos en lo cierto.
La periodista argentina Leila Guerriero analiza este sesgo negativo en la crónica latinoamericana, que bien se podría extender a periodismo en general. Y menciona la que puede ser otra de las razones que lo explican: los premios periodísticos se vuelcan con las historias de investigación y denuncia, con los relatos de dramas y conflictos. “A diferencia de las historias de niños muertos, asesinos seriales, mujeres violadas y padres enamorados de sus hijos, los temas amables casi no consiguen premios”, dice Guerriero.
Lo cierto es que en las redacciones se suelen infravalorar las noticias esperanzadoras porque se las considera poco críticas, un ejercicio de activismo por parte del periodista o, aún peor, piezas de márketing o relaciones públicas. “Nuestra función es contar lo que no funciona”, sentenció recientemente una veterana periodista en una tertulia radiofónica. Algunos colegas consideran que quienes apostamos por un relato más equilibrado demandamos un optimismo ingenuo, buenista, cuando en realidad reclamamos un periodismo riguroso sobre lo que sí funciona, sobre lo que hacemos bien como sociedad y sus aprendizajes.
Si el sesgo negativo se observa en los artículos de información, impregna con intensidad los artículos de análisis y opinión. El pesimismo, creen algunos, nos hace parecer más inteligentes, más interesantes y, desde luego, menos ingenuos. Y a los periodistas nunca nos ha gustado parecer ingenuos.
“Así como tendemos a creer que quien mantiene una posición mas crítica es moralmente superior, suponemos que las malas noticias son las que mejor nos informan acerca de la realidad”, asegura el filósofo Daniel Innerarity, para quien “el dramatismo tiene todas las de ganar frente al gesto sobrio o la opinión equilibrada”.
Para los profesores de psicología María Dolores Avia y Carmelo Vázquez la perspicacia en el análisis de la realidad suele considerarse patrimonio de quienes consideran que la desolación es el territorio en el que se mueve el ser humano, “de aquellos que, a menudo cínicos y desesperanzados, están seguros de poder ver lo que está detrás del cuadro. No se puede vincular la sabiduría con el desencanto radical”. A su juicio, este nexo entre pesimismo y sabiduría no deja de ser una pose intelectual.
Empujado por todo ello, es probable entonces que, como dice Guerriero, el periodismo no esté contando la realidad completa, sino siempre el mismo lado B: el costado que es tragedia.